Hoy ha entrado una avispa en la oficina. Una avispa de considerables dimensiones todo sea dicho. La primera en verla ha sido la señora que viene a limpiar una vez por semana. Yo era el único hombre y mis compañeras de trabajo se han quedado petrificadas por el miedo.
Las mujeres nunca dejan de sorprenderme. Trabajan duramente soportando sus menstruaciones, sus embarazos y sus cambios hormonales sin rechistar. Mi abuela trabajó sin descanso hasta corta su vejez y mi madre no ha parado de luchar en casa toda su vida.
La mujer que limpia tiene el físico desgastado y castigado por años de esfuerzos con malas posturas y de aspirar productos de limpieza cáusticos. Se le ve curtida pero es amable y en su mirada no hay ni pizca de frustración o resentimiento.
El resto de mis compañeras se enfrentan a diario a clientes morosos, proveedores negligentes y comerciales asfixiantes. No les tiembla la voz para mandarlos a la porra si es necesario, nada las detiene. He conocido a muchas mujeres poderosas a lo largo de mi vida y más ahora que sopla la Tramontana.
Las mujeres son una fuerza de la naturaleza pero una avispa puede paralizarlas de miedo. Tuve que dejar lo que estaba haciendo y con un pedazo de chapa me enfrenté al himenóptero en desigual combate. De haber estado solo posiblemente hubiera salido corriendo cagado de miedo, pero por alguna razón atávica o genética cuando hay mujeres asustadas a los hombres nos sale el valor de no sé dónde.
Con un certero mandoble aplasté al bicho, lo tomé con unas pinzas y lo mostré a mis compañeras para que estuvieran tranquilas. Mientras me dirigía al retrete para deshacerme del giñapo, oí los comentarios de alivio de las chicas y a la señora de la limpieza decir:
-. Suerte de tener hombres.
La avispa muerta ha girado por el desagüe hasta desaparecer en el torrente de la cisterna y la catarata de mi vanidad y he regresado a mi puesto de trabajo como si en vez de matar un insecto hubiera desembarcado en Normandía. ¡Qué cosas!