Advertencia:
Quiero aclarar a los posibles lectores de esta entrada y de otras del mismo estilo tan personales y de poco interés general, que mis conversaciones con monumentos históricos son meras licencias literarias y no síntomas de enfermedad mental alguna. No acostumbro a mantener conversaciones con objetos inanimados… bueno a veces me acuerdo de la madre de mi ordenador cuando se cuelga pero nada más.
Debo de ser la persona que más veces ha visitado el castillo de Chulilla. Sin duda. Cada verano que paso en el pueblo subo casi cada día. Hay paisanos octogenarios que me han contado que la última vez que subieron eran adolescentes incluso críos. Pocos monumentos españoles deben de tener un visitante tan asiduo y fiel como lo soy yo del castillo montano de la Baronía de Chulilla.
Mi amor por estas milenarias ruinas está más que justificado. Acceder hasta ellas es difícil. Hay que subir hasta lo alto de la montaña por empinadas cuestas, toda una hazaña para un asmático crónico como yo. Estar frente a su puerta de acceso ha sido siempre una victoria personal contra mi enfermedad y ahora, además lo es contra el sobrepeso y los años. Es poca cosa lo sé, pero allí está él dispuesto a acogerme extenuado y jadeante, como acogió a los barones y arzobispos que en el pasado lo frecuentaban. Pocas veces hay gente paseando entre sus dependencias cuando subo. La mayoría del tiempo estoy solo entre sus murallas. El castillo y yo nos entendemos, a distinta escala estamos algo solos, algo abandonados y algo viejos. Hemos tenido momentos mejores, pero aguantamos en pie que en estos tiempos no está nada mal.
Hace ya tantos años que visito el castillo que he visto dos obras de mantenimiento. En la primera pavimentaron el pretil y substituyeron la antigua puerta de hierro forjado por una de aluminio y acero inoxidable de un cromado cegador. En aquella ocasión sentí como el castillo me preguntaba incómodo que ¿qué demonios habían hecho con su entrada y su pretil pedregoso por donde subieron los soldados de Wellington que defendieron a España de Napoleón? Porque, ¿puede haber algo menos histórico que el aluminio y el asfalto? ¿Algo menos medieval? Sí, medieval, ya que el castillo está catalogado así por quienes entienden de estas cosas. Yo no supe que decirle, salvo que tal vez facilitando el acceso a los turistas con chanclas recibiría más visitas pero no sé yo si eso ha sido así.
Hace dos años también me encontré al castillo confuso. Me preguntó que qué eran esas plaquitas rojas con un recuadro ajedrezado que le habían clavado en sus milenarias piedras. Le contesté que eran códigos QR, algo tan moderno que no creo que entendiera para qué sirven pero sé que notó por mi tono de voz, que considero que no son más que un banal e inútil acto de profanación, ordenado quizá, por algún bienintencionado pero patoso funcionario municipal.
De todas maneras ninguna novedad tecnológica ni ninguna aberración metalizada le resta ni un ápice de su gloria. El castillo de Chulilla, mi castillo, estaba hace siglos, imponente sobre su montaña, antes de que yo naciera y seguirá allí cuando yo muera, puede que entonces, llegue frente a su puerta de acceso sin jadeos, sin sudores y el castillo con sus almenas intactas y sus pendones al viento, reciba mi espíritu de vez en cuando, por toda la eternidad.